Por Salvador
Medina Barahona
La noche del martes 3 de octubre de 2019, una abarrotada sala superior del Museo de Arte Contemporáneo acogió la puesta en escena de la pieza Matadero, comisionada por Prisma-Festival Internacional de Danza Contemporánea de Panamá para su edición número 8, con coreografía de Luis Alfredo Sierra y Marko Fonseca (Panamá / Cuba).
Las notas
de programa nos ofrecen una sucinta pero fiel premisa de la obra: «La Naturaleza
se encuentra en un matadero. Sabe que pronto se convertirá en materia prima
para un producto de gran consumo en la ciudad...»
El
enunciado que sigue parece un solipsismo de ahogados: «Al verse en esta
situación fatídica nos narra recuerdos de sí misma». Pero no lo es. Al menos no
del todo.
Si
recordar, que es volver a pasar por el corazón, de alguna manera amortigua la
mala nueva en las ánimas (presencias humanas y animales) de quienes van rumbo a
su fin, el cariz solipsista se convierte en un llamado a la salvación.
La puesta se
resolvió a ello —y en ello—. Pese su exigente entramado de fractalidad,
propició el enganche con el observador perplejo, y, al menos en mi caso, una
pulsión de catarsis.
Me
atrevería a ir más allá y afirmar que, urgidos por este relato danzario, muchos
volvimos a pasar nuestras cuitas íntimas y
colectivas por el corazón: recordar.
Puesto que ofrece
la imagen de un matadero con reses, la pieza es una fábula moderna que pone
en conflicto nuestro sentido de pertenencia. Una fábula de animales
personificados y de personas bestializadas.
RES / PERSONA
Ambos
términos, «res» (del lat. res 'cosa', 'propiedad') y «persona» (del lat. persōna 'máscara'), son parte
y arte del sustrato semántico que subyace en el fondo de esta pieza, y de su
conflicto narrativo, planteado y resuelto con solvencia en la forma.
Una cerca
perimetral cuadrada, en torno a la cual hay decenas de espectadores «viendo los
toros desde la barrera», quiere ser un corral y nos transporta a un contexto de
esclavitud. El corral alude a la cosificación de los seres, animales y/o
humanos, que allí se desplazan frenéticos o calmos, según el rigor del presentimiento
y la amenaza.
El que la
obra sugiera, sonoramente al inicio, la presencia de ganado caballar, utilizado por los
jinetes del miedo para oprimir a las reses, va delineando la situación de poder
en que estas, ganado vacuno, van perdiendo su última luz y presagiando la
certeza de la muerte.
Las reses
son cosas, propiedad, materia prima de la Naturaleza a un tris de ser
destazadas y convertidas en producto consumible.
Para quien
mira, tal vez desde la siempre latente arrogancia humana, o desde la manida humana
compasión, la escena tiene una carga existencial atávica dolorosa, porque hombres
y mujeres esclavizados en distintas épocas fueron, son considerados reses, y,
como tales, objetos con valor de compraventa. Nada distinto al valor de una
vaca o un semental. Duele decir que no pocas veces vacas y sementales corren
mejor suerte y trato que un hombre o una mujer esclavizados.
Si se
oficia arraigado en una honesta sensibilidad, vivir la pasión de otros (compasionarse)
es vivir la propia, y es aquí donde la obra interpela a algunos hasta abrumarlos.
La máscara (persona) trae consigo su lastre de ocultamiento. Los seres humanos hemos sido, desde hace centurias, entes funambulistas que, para agravar la dificultad de su acrobacia vital, visten tantas máscaras cuantas más nos exijan las sociedades en extremo hipócritas o normativas, y/o nosotros mismos, sumisos ante el esplendor imposible que es el reto de vivir. Si nos las quitáramos todas, solo alcanzaríamos a ver, horrorizados, nuestro propio vacío. Nuestra no persona.
Cuando una
de las reses se troca en mujer dentro del corral, y otra en hombre, salen a
relucir, en el recuerdo, los pormenores de una violación, el chico del «pene de
cuero». El ganado ha pasado a un segundo plano: ya no hay dinámicas de
asociación ni jerarquización animal. Ahora se focaliza la ira, el trauma, la
imprecación de la víctima. La víctima se quita la máscara de bienestar y le
arranca al victimario la de individuo que obra según los dictados de la buena
conciencia.
De la
evocación del dolor íntimo, pasa a la denuncia beligerante del colapso al que
será sometida la Naturaleza gracias a las actividades crematísticas de quienes
son dueños y señores de las reses. Como recurso, un empaque-caja-producto marca
«Cleenext», prototipo que anuncia el principio del fin.
El empaque
aparece y desaparece de forma aleatoria, pero siempre cerca de esta mujer que
ha sido vejada en su infancia. Cuando reses y personas ya han ocupado una misma
realidad, ocurre lo inevitable: el golpe mortífero, las manchas y los hilos de
sangre, los destaces. ¡El corral se ha convertido en matadero!
Pero, ya como esperanza de salvación, ya como fallido último recurso, reses o personas son capaces de recordar. Volver a pasar por el corazón. Y acentuar el recuerdo de los padecimientos antes del padecimiento final, antes de que seamos desplazados y cosificados, convertidos en mercancía por las transnacionales del terror, es un ritual balsámico que ayuda a sobrellevar el presentimiento y el golpe de lo inexorable.
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