Por
Brígida Tobón
La danza contemporánea produce espasmo,
deleite, cuando se ve una obra de la talla de Doze, del Budapest
Dance Theater de Hungría. El espectador se entrega sin reparos y al
final de la representación sabe que ha sido redimido de angustias por un breve
período, y rociado con belleza.
No hay espacio para la duda: Doze es
una obra llena de poesía y perfección. Seis bailarines, que se hacen inmensos
sobre el escenario (Máté Mezö, Julien Klopfesinstein, Salvatore Paonessa,
Dzseinifer y Noemi Horcher), dejan impregnada toda su energía, mostrando por
más de media hora la capacidad interpretativa y
la calidad técnica que los caracteriza.
El performance, exhibido en el
Ateneo de la Ciudad del Saber la noche del 12 de octubre, empieza con una foto
de familia, quieta en el tiempo, revestida de silencio y nostalgia. Los cinco
intérpretes que la componen tienen los ojos cerrados, absortos con los acordes
de un piano que suena sin cesar. Una luz cenital revela la comunicación que
existe entre ellos: sus manos se entrelazan, se sostienen, se acarician.
Siguiendo la coreografía de Jiri
Pokorn, los bailarines danzan el universo ambivalente del sueño y su vigilia. El espectáculo, rico en secuencias de movimientos veloces y acrobacias,
de duetos y solos, es envuelto por una atmósfera de humo e irrealidad. Es evidente que cada uno de ellos domina la
técnica del ballet clásico, lo que influencia su manera de danzar y por lo
tanto el montaje. Hay momentos inolvidables; por ejemplo, cuando dos bailarines,
vestidos de azul y café, danzan sobre el piso en exacta coordinación, con vigorosidad
pero al mismo tiempo con suprema delicadeza; o cuando se enredan los seis en un
solo cuerpo, monstruo de varios rostros, para desplazarse por el escenario y transmutarse
en un arácnido gigante.
La música, de Yukari Sawaki, está escrita en partituras de piano, voces en
off, susurros misteriosos y notas
electrónicas. También suenan los respiros que, agitados y en off, acompañan la respiración de alguno
de los intérpretes después de bailar un solo para crear la particular sinfonía
de dos corazones palpitantes, de dos emociones que bombean en idéntico instante
de belleza.
Remarcables los efectos de luces. Así
como el recurso de un sombrero, estilo fez
o tarbush, que, revestido con
mosaicos de espejo, llena de chorros de luz la sala a partir de los movimientos
del bailarín que lo porta; creando una conexión lumínica y directa entre
intérprete y público.
En definitiva, Doze es una gran obra de
danza contemporánea que seguramente permanecerá por mucho tiempo como
referencia y parte del recuerdo de los asistentes del festival Prisma 2019.
Con fotos de Eduard Serra
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