viernes, 11 de octubre de 2019

Danzar la fábula de la psiquis

Por Brígida Tobón



Ella tiembla. Tiembla su existencia con minúsculos espasmos que le recorren todo el cuerpo. Ella mira. Mira hacia adentro mientras sus labios modulan conjuros a  los dioses que habitan en el templo de su oquedad. Ella se mueve por los corredores del tiempo con los pasos etéreos de un mimo y con la fragilidad de un cristal a punto de estallar. Ella se busca entre los otros, espejos que no reflejan su identidad y mucho menos su realidad.   

 

Es el viaje hipnótico que la compañía canadiense Trip The Light Fantastic  propone al espectador con su obra The Man Who Travelled Nowhere in Time, con coreografía de Kyra Jean Green, y que  ha sido representada la noche del miércoles 9 octubre en el teatro Anita Villalaz.

 


El espectáculo se balancea entre lo real y lo onírico. Entre lo existencial y lo inconsciente. Con secuencias de movimientos técnicamente perfectos, donde cada parte del cuerpo danza, van tatuando en el aire momentos de gran belleza para encandilar a un público que, desde su poltrona, mira sin aliento y piensa, tal vez, lo que dijo algún día Ralph Waldo Emerson: «despertamos de un sueño a otro sueño».  

 

Es impactante los movimientos de mimo logrados por los bailarines y sobre todo la danza de las manos; no solo por el descubrimiento de este recurso, sino también porque cada dedo se mueve como un soldado que sigue a rajatabla las órdenes impuestas por el núcleo central.

 

La narración no es lineal. Esta se va estructurando sobre composiciones individuales y colectivas de movimiento, entre lo contemporáneo y urbano; pero también con silencios escénicos de imágenes congeladas al igual que fotografías en sepia. Una mesa y 5 sillas son el recurso donde se apoyan y que se va transformando en tálamo, lecho mortuorio o estandarte para la incredulidad. El uso de medios mixtos como las voces en off y el video son elementos sobre los que cabalga la pieza es un acierto para la narrativa del espectáculo.

 


        


La música amalgama armonías que comienzan con notas clásicas para ir derivando en nuevos acordes hasta llegar a los sonidos electrónicos.  Seis bailarines danzan con todo su cuerpo y, como si del interior les brotaran caudales de susurros, recorren el escenario balbuceando palabras y frases muy pocas veces inteligibles, y que a veces se transmutan en gestos de berridos que hacen recordar El Grito de Munch, impregnándole a la pieza instantes de desasosiego y asombro interior.


 

Termina la función y en la atmósfera del teatro queda flotando la duda de quién es el que sueña: ella, cuya existencia tiembla; la coreógrafa en su delirio de creación; los  bailarines que danzan toda la fábula de la psiquis; o el público que indefenso pero lleno de belleza debe retornar a su cotidianidad.





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El grito que no tiene orejas ni relojes




Por Alex Mariscal

Al observar la escena de The Man who Traveled Nowhere in Time, que traduzco como «El hombre que no cambia en el tiempo», se proyecta en mi imaginario la serie de pinturas del  noruego Edvard Munch, cuyo título original en noruego es Skrim, en español «El grito».  En escena, la composición coreográfica de esta pieza, bajo la responsabilidad de Kyra Jean Green, se construye con una frase de pocos movimientos que se acentúan en intensidad, y, en un empecinamiento por la  repetición similar a la de un organismo autista o en epilepsia,  los otros bailarines reiteran en canon estridente o mecánico el fraseo. A ratos se perciben como un grupo de robots que intentan gritar con toda su energía y con gran desesperación a ese otro que permanece sin escuchar, sin ver, sin reaccionar, para que se mueva, despierte y  escuche. Esta dinámica se mantiene y da crecimiento al espectáculo de la compañía Trip the Light Fantastic (Canadá),  cuyos intérpretes logran mantener la energía en crescendo hasta niveles de paroxismo casi insoportable. Y, aunque el motivo de la coreografía partió de una ficción, según la propia coreógrafa, la pieza se comunica en un lenguaje muy actual. El grito, cuando se grita desde la impotencia, se convierte en angustia y delirio. Yo insisto en relacionarla con el grito expresionista, que percibo aunque no puedo escuchar, en los canvas de Munch. Sin embargo, cuando cruzo la calle, sin siquiera mirar, escucho ese gran grito creciendo en cada esquina.

 

Con fotos de Eduard Serra
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