Por Brígida Tobón
Ella tiembla. Tiembla su
existencia con minúsculos espasmos que le recorren todo el cuerpo. Ella mira.
Mira hacia adentro mientras sus labios modulan conjuros a los dioses que habitan en el templo de su
oquedad. Ella se mueve por los corredores del tiempo con los pasos etéreos de un
mimo y con la fragilidad de un cristal a punto de estallar. Ella se busca entre
los otros, espejos que no reflejan su identidad y mucho menos su realidad.
Es el viaje hipnótico que
la compañía canadiense Trip The Light Fantastic
propone al espectador con su obra The Man Who Travelled Nowhere in Time,
con coreografía de Kyra Jean Green, y que ha sido representada la noche del
miércoles 9 octubre en el teatro Anita Villalaz.
El espectáculo se balancea
entre lo real y lo onírico. Entre lo existencial y lo inconsciente. Con
secuencias de movimientos técnicamente perfectos, donde cada parte del cuerpo
danza, van tatuando en el aire momentos de gran belleza para encandilar a un público
que, desde su poltrona, mira sin aliento y piensa, tal vez, lo que dijo algún
día Ralph
Waldo Emerson: «despertamos de un sueño a otro sueño».
Es
impactante los movimientos de mimo logrados por los bailarines y sobre todo la
danza de las manos; no solo por el descubrimiento de este recurso, sino también
porque cada dedo se mueve como un soldado que sigue a rajatabla las órdenes
impuestas por el núcleo central.
La
narración no es lineal. Esta se va estructurando sobre composiciones
individuales y colectivas de movimiento, entre lo contemporáneo y urbano; pero también con
silencios escénicos de imágenes congeladas al igual que fotografías en sepia.
Una mesa y 5 sillas son el recurso donde se apoyan y que se va transformando en
tálamo, lecho mortuorio o estandarte para la incredulidad. El uso de medios
mixtos como las voces en off y el
video son elementos sobre los que cabalga la pieza es un acierto para la
narrativa del espectáculo.
La
música amalgama armonías que comienzan con notas clásicas para ir derivando en nuevos
acordes hasta llegar a los sonidos electrónicos. Seis bailarines danzan con todo su cuerpo y,
como si del interior les brotaran caudales de susurros, recorren el escenario
balbuceando palabras y frases muy pocas veces inteligibles, y que a veces se
transmutan en gestos de berridos que hacen recordar El Grito de Munch, impregnándole
a la pieza instantes de desasosiego y asombro interior.
Termina la función y en la
atmósfera del teatro queda flotando la duda de quién es el que sueña: ella,
cuya existencia tiembla; la coreógrafa en su delirio de creación; los bailarines que danzan toda la fábula de la
psiquis; o el público que indefenso pero lleno de belleza debe retornar a su
cotidianidad.
*
El grito que no tiene orejas ni
relojes
Por Alex
Mariscal
Al
observar la escena de The Man who Traveled Nowhere in Time, que traduzco como «El
hombre que no cambia en el tiempo», se proyecta en mi imaginario la serie de
pinturas del noruego Edvard
Munch, cuyo título original en noruego es Skrim, en español «El grito».
En escena,
la composición coreográfica de esta pieza, bajo la responsabilidad de Kyra Jean Green, se construye con
una frase de pocos movimientos que se acentúan en intensidad, y, en un
empecinamiento por la repetición similar
a la de un organismo autista o en epilepsia, los otros bailarines reiteran en canon estridente
o mecánico el fraseo. A ratos se perciben como un grupo de robots que intentan
gritar con toda su energía y con gran desesperación a ese otro que permanece
sin escuchar, sin ver, sin reaccionar, para que se mueva, despierte y escuche. Esta dinámica se mantiene y da
crecimiento al espectáculo de la compañía Trip the Light Fantastic (Canadá),
cuyos intérpretes logran mantener
la energía en crescendo hasta niveles de paroxismo casi insoportable. Y,
aunque el motivo de la coreografía partió de una ficción, según la propia
coreógrafa, la pieza se comunica en un lenguaje muy actual. El grito, cuando se
grita desde la impotencia, se convierte en angustia y delirio. Yo insisto en
relacionarla con el grito expresionista, que percibo aunque no puedo escuchar,
en los canvas de Munch. Sin embargo, cuando cruzo la calle, sin siquiera mirar,
escucho ese gran grito creciendo en cada esquina.
Con fotos de Eduard Serra
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